martes, agosto 05, 2008

Pánico

Pánico

Estoy en mi casa. Tengo miedo. He contado esto tantas veces por teléfono, que ya me cansa, dejo de saber qué es verdad, qué suposición y qué imaginación traidora. Pero necesito ponerlo por escrito, porque aun si nada pasara, alguien debe saber lo que está sucediendo.

Vivo en una colonia de clase media media, tirando a baja. Pertenezco a esa sociedad empobrecida que López Obrador buscaba arengar y Calderón se ufanaba en representar. Vivo entre las calles que los proyectos públicos sin sentido de Marcelo han vuelto de cabeza, desviado y deconstruido del modo que sólo en la ciudad de la desesperanza puede darse. Las calles aquí un buen día van al revés por horas. Y si tal medida funciona en otras urbes, tienen ciudadanos más civilizados, mejor señalización y más urbanidad. Vivo en la delegación que el pan ha revendido y reedificado hasta el hundimiento de cimientos y el agotamiento de recursos, donde delegados que fueron y vendrán aparcelaron su futuro inmobiliario a costa de las casas viejas que los abuelos van abandonando con la muerte y los nietos van malbaratando por la necesidad. Aquí, donde la colonia del Valle pierde su digno nombre y se vuelve Narvarte, a un borde de la anárquica Buenos Aires.

Bien, despotricar me ha calmado un poco. Al hecho. Esta mañana, alrededor del medio día (quizá ya pasaran las dos de la tarde) sonaron todos los timbres del edificio. Respondió primero la enfermera del departamento uno. Un individuo de camiseta mil veces lavada y jeans de uso frecuente solicitó entrar al edificio, dijo venir de la compañía Cablevisión a realizar un trabajo. La enfermera nos llamó por teléfono para preguntar si acaso venía con nosotros (la mujer a quien ella atiende ronda los 97 y tanto le da ver un canal que otro. No cuentan, desde luego, con servicios multicanales). Le sugerimos que no le permitiera pasar. Tocó también en la oficina. Como era la hora de comer nadie lo atendió. Insistió en el departamento dos, pero con otro cuento: venían a limpiar alcantarillas. Tenemos en el edificio un sistema de comunicación imbatible llamado chisme caliente y pronto todos teníamos la misma información. Nadie lo dejó entrar.

Todo estaba en calma.

A las tres y cuarto salí de casa. Deseaba llegar a tiempo a clase y el tránsito de esta ciudad, en estos días, a esas horas y con tantas prisas es traicionero. No recuerdo qué me hizo razonar así, pero siempre abro la cochera desde que me subo al coche y esta vez lo hice hasta que estuve a punto de salir. Así me di cuenta de que seguían ahí, no solo uno, sino cuatro, no, cinco, no seis… Empujaron una combi vieja, maltratada, de color amarillo huevo. Sí, la empujaron hacia atrás. No arrancaron, no encendieron el motor como hace cualquier hijo de vecina, sino que entre al menos cuatro empujaron su cacharro unos metros hacia atrás para que yo pudiera salir.

Para entonces ya todos mis sentidos estaban en alerta… un entrenamiento indispensable para sobrevivir en chilangolandia. De inmediato observé cuanto pude, mientras echaba reversa y cerraba la puerta luego, lueguito de sacar la nariz de mi chevy. Había un hombre dentro de la camioneta y se veía grande. Los demás eran bajos, de piel morena oscura, sin uniforme ni identificaciones. La combi tenía en ambas puertas un papel pegosteado que decía a modo de logo "Invisa trabaja para Cablevisión". Sí chucha, y un pimiento. Me fijé bien en la placa (siempre creí que era cuento lo de ver las placas en las películas, pero esta vez, me fijé bien). 200 MAG del Distrito Federal. La defensa estaba amarrada con mecates. Eso no es del todo raro en esta ciudad de Dios, pero ya la suma de las sospechas daba un toque truculento al conjunto. Bien amables, me indicaron que no venía coche y que podía salir sin problema. No había terminado de recorrer la cuadra cuando ya estaba llamando a mi madre por celular. Le di todas las señas y en eso, ouch! Un policía en la esquina. (Eso es señal de bajar el celular, por reacción instantánea. No quiero colaborar ni con un centavo más, voluntaria o involuntariamente, a la campaña presidencial de Marcelo, y creo firmemente que hacia allá van todas las multas por infracciones de tránsito). Luego se me ocurrió "igual y le digo algo de esos tipos". Pero de inmediato pensé lo peor "viene con ellos".

Y es que no estaba en la avenida principal, sino en la esquina de dos calles menores, poco transitadas. A medio día, francamente, no tenía nada qué hacer ahí. Paso a esa hora todos los días de mi vida adulta, desde hace cinco años, y nunca había visto un policía parado en esa esquina, ni en la época de los policletos. (Policías montados en bicicleta que vigilaban nuestras infaustas calles cubiertas de flores de jacaranda). Empeoró el panorama y le insistí a mi madre en que tuviera precaución, le avisara a mi padre, a los allegados y en fin, al sistema imbatible de comunicación vecinal, más un par de llamadas al 060 y a Cablevisión.

Di mi clase de Ética Social y volví a casa. De camino llamó mi madre: los habían visto en otra cuadra anterior a la nuestra. Habían dado la vuelta, se habían vuelto a estacionar frente al edificio. Otros vecinos confirman que vieron otros dos coches junto con la combi: un taxi y una unidad de cablevisión. Están vigilando. Llamamos de nuevo a las patrullas y ahora sí, pensamos lo peor de lo peor. Suena a secuestro. Y aderezado lindamente con las noticias del día (la muerte del adolescente secuestrado por el cual habían pagado ya rescate, y la de toda una familia después de que habían recuperado a otro familiar, porque pudo reconocer a su secuestrador), el miedo no anda en burro.

Mis padres tuvieron que salir, irremediablemente. Estoy esperando a que regresen. Cerré todo a piedra y lodo. Atranqué las puertas. Conseguí los teléfonos de prevención del delito y atención ciudadana. Tiemblo cada que escucho pasar un motor de volkswagen (suenan como ningún otro automóvil y uno casi puede confundir un vocho con una combi) y no dejo de pensar en lo que puede haber detrás de todo esto.

Una chica del servicio que se fue de mala manera del departamento uno, volvió a pedir trabajo con una bebita y cuenta el chisme que anda con un drogo medio narco a menudeo. Otro, uno de los vecinos cuya ética profesional, familiar y vital da para una serie de novelas que me permitirían competir con Mario Puzzo, (el personaje principal, un padrino de bajo perfil de una mafia en la que él es la única familia y el único familiar en el negocio, porque a todos los demás los ha eliminado con mañas abogángsters) y yo…

Yo, porque la semana pasada abrieron mi bendito Chevy y se llevaron mi mochila. A veces hasta siento pena por los ladrones, tanto trabajo por lo que ganaron: un morral de gandhi, dos libros de filosofía de la educación, uno de antropología, mis apuntes de filosofía moderna (que me habían costado sangre sudor y lágrimas) y… he aquí el drama: mi nuevo block de recibos de honorarios con dos cheques recién cobrados. Tuve tiempo de cancelar los cheques en la oficina y lo demás… me río de pensar qué fin pueden darle a tres libros viejos, todos rayados y unos apuntes somníferos de una época que aún los filósofos estudian con moderada distancia. El miedo es que en el recibo de honorarios vienen todos mis datos… Pero si la víctima hubiera sido yo, tuvieron oportunidad sobrada de hacerme algo y no hicieron nada, así que me descarto de la película tanto por inducción como por deducción y con ambos métodos estoy a salvo.

Pero el peligro sigue. Miro a mi perrita con algo de culpabilidad: es una maltecita faldera (o pantalonera) amigable y retozona. No asustaría a nadie cuando ladra y su mordida, si se pusiera brava, sería menos molesta que la de un mosco. No quiero transmitirle mi miedo ni que conozca el traicionero deseo de que fuera un doberman. Han dado vuelta ya un par de patrullas después de mis insistentes llamadas, amables pero asustadas. Se acerca la noche, no han llegado mis padres ¿Y mañana? ¿Intentarán entrar de nuevo? ¿Y si lo intentan por la noche? No tienen mucho de valor para llevarse, pero yo no tengo valor para enfrentarlos. Mi casa tiene libros. Eso hay. Libros. No es útil y práctico robar aquí porque no hay dinero (si no he podido cobrar), sólo hay enfermos, medicinas y, desde luego, libros. En la casa del corleone de petatiux… más fácil acceso, mejores motivos, pero si el tipo anda con su querida ¿por qué asustar a sus hijas que ni la deben ni la temen? La señora mayor… hay un mito sobre los tesoros de su armario. Lo cierto es que su hijo le vació cajones, cuentas bancarias, memoria y dignidad. La tiene medio cuidada con enfermeras que subcontrata por fuera de una agencia.

Cuando pienso en frío, el miedo es relativo. Espanta igual lo que hay dentro que lo que nos amenaza fuera. Quizá la única diferencia es que al miedo diario ya le tomamos la medida y esto es nuevo, emergente, quizá se disuelva en una anécdota o de para las primeras páginas de una novelita corta. Sigo sola, allá va otro volkswagen, tengo miedo.

No hay comentarios.: