domingo, junio 03, 2007

Una pieza más de Sol

Sol aguarda en la banca. No quiere compartir la espera con las sillas de plástico y los cuerpos vencidos que se desbodan en ellas con los ojos vacíos. Desde la muerte de Manuel no había vuelto a un hospital. Creyó que se pondría nostálgica y se halló fríamente reflexiva. Observaba el ir y venir en aquel sitio como si viera uno de esos documentales de antropología, densos y distantes, filmados en color amarillento.

Tal parece que el edificio fuera el templo específico de un culto particular. Los sacerdotes pasean su dignidad por los pasillos. Su complicada jerarquía parece adivinarse por el color de los uniformes, pero cuando se llegua a la bata blanca la suposición difumina la categoría en las edades.

Cada sala tiene su ritual, y pronto se ve quien domina en cada espacio... Soldedad cruza el pasillo, es tiempo de visitar a Rosario. Siempre externa al mundo que penentra, Sol se maravilla en un tono casi triste, pero básicamente perplejo. En el templo de la Salud el enfermo casi desaparece. Cortinas, tubos, aparatos. Hay que imponerse para recordar que aquellos que duermen o esperan son personas, pero es que la enfermedad exhibe su ser máquina, materia, conglomerado de partes al ojo del relojero.

En el templo de la Salud no se procura al enfermo. La Salud es un ente vago que se pasea de cama en cama como un anhelo esquivo. Se burla del impaciente enfermo, dicta órdenes de carpicho a los ministros y coquetea con su vanidad. La Salud, piensa Sol, es una densidad, una nube, un fantasma. Es una criatura divina o una divinidad creadora de rupturas. La Salud es un guiño aparente que persiguen con mayor o menor pasión los mismos feligreses con sus ministros.

Rosario dormía. El sueño era ligero. Salió de nuevo a la banca y el sol le daba de lleno. Buscó sombra en un sitio menos formal e igualmente solitario; inconscientemente, buscaba no estar cerca del acceso de urgencias. Sin nombrarlo, pensaba en Manu. Él también sintió ese raro templo que sacrifica mezclas de sangre y suero y cuerpos humanos a una diosa evasiva. Por más que hacía, Sol no podía imaginarlo formando parte de ese ritual más que como un hereje. Lo suyo era la aventura, la prisa, el juego de torretas y sirenas. Pero lo más hereje de Manuel (al menos en ese cuadro que Sol pintaba con los ojos cerrados) estaba en su humanidad. Él era un ingenuo creyente, tal vez, porque luchaba a brazo partido y contra corriente para traer hombres heridos a loa otra orilla que les prometía la vida. La diosa se burló de su inocencia un día. Le demostró que su verdadero trabajo era el de Caronte. Que la sangre o el vómito que manchaba con frecuencia su uniforme y las paredes de la unidad eran la cuota y la bienvenida al arrítmico vaivén de su capricho.
Tarde, temprano, antes, después, como visitante o como ofrenda, a pie, en auto particular o en ambulancia, todos venían a jugar a la falacia de la diosa doña Salud...
Se levantó. Cruzó las puertas metálicas que no marcaban ya nada en los sensores y salió sin hablar aquella tarde con Rosario. Esas ideas se traen en los ojos y se llaman desesperanza. Es mala medicina para un amigo. Al menos la rosa quedaba en la mesa de la impaciente, sugiriéndole que viviera y se rebelara un poco al suero, al vaso, al agua, y volviera al canal de los rebeldes donde ella le esperaba.

Respuesta para un amigo

Ser en silencio el curso de la savia, el guardián de la vida hasta la misma muerte... Ser vigía de los años y crecer en sombra. Ser la utopía de uno que quiere ser más alto, más extenso, más simple.

Renunciar a ser único.

No escuché cómo cayó el árbol en medio del bosque, ni vi su palidez, ni fui testigo de la casi artrítica poligonía de sus ramas. Nunca supe de él y sin embargo lloré su muerte como la mía propia.

Algo suyo era mío también.

Algo en sus raíces se había hundido en mi propia tierra.

Algo que fue hombre, que fue sueño, que fue vida.

Sólo una sangre densa, que llora cuando se corta, un mirar al cielo y estirarse sin alcanzarlo. Un bañarse con la lluvia y perlarse de sudor frío por las mañanas.

Un sabor, un ciclo, la impotencia, el peligro. Acaso la complicidad en albergar al niño en su escondite y al ave al hacer su nido.

Algo en ese ser que nadie sabe que es, soy yo.