martes, octubre 10, 2006

Por qué no escribo

Por qué no escribo

Me han hecho esta pregunta quienes alguna vez me leyeron. Me la hago yo constantemente. Me respondo a veces con mentiras diciendo que sí, que lo hago. Que escribo a diario. En cierto modo es verdad. Todos los días hilo palabras e invento historias. Todas ellas son mentiras. No son hilos de plata para tejer verdades, no. Puras mentiras en un idioma que no domino y se van volviendo falsedad, y me tornan falsa y fuera de mí.

Escribo sin crear, dejándome llevar por algo vacío, sin sentido. A veces me llené de amor mientras inventaba futuros que creía posibles. Otras veces me quedé perdida. Ahora no tengo nada para sostenerme. No sé si se deba a mi cultivada falsedad o al perfecto sinsentido en el que viví siempre. Probablemente terminé de rascar al fondo de mi ser y no hallé nada.

No escribo porque no tengo nada qué decir. No tengo a quién decírselo. Más allá de un íntimo interlocutor que parece ya no escucharme, no tengo verdaderos referentes. Me he quedado casi sin amigos; desconfío del ámbito social, en el cual apenas tolero la imagen que proyecto. Para mis alumnos, sin importar cuánto busque aproximarme a ellos y sus circunstancias, siempre seré un ente ajeno, que dice palabras extrañas y no acaba de hacerse entender. Un enemigo que busca bajar puntos, hacerlos sentir ignorantes, confrontar sus ideas de vida.

Me gusta dar clases. Me gusta pensar y pensar no para mí, sino para compartir ideas. No soy buena para debatir porque me tomo la opinión de los demás muy en serio antes de presentar mi punto de vista. Pero es difícil dar clases alrededor de los prejuicios, pretender dar ideas cuando se tienen que ofrecer doctrinas y enfrentarse, además, a la ideología de los otros en lugar de escucharlas y respetarlas. Mi formación en ese sentido es pobre. Mi voluntad es pobre también y con ella no puedo presentar mundos reales. La realidad a mis ojos no existe.

Estamos tan acostumbrados, en México, a llamar realidad a una presentación cruda de la vida. Y la vida no sólo es esa crudeza. Tampoco tengo mucho talento para entrar en otros ambientes. Ni siquiera acabo de entender el ambiente en el que me encuentro. Una clase media tibia y sin sabor, que no se basta a sí misma para entenderse. Con estos ojos, ¿qué autoridad tendría yo para retratar otras realidades más urgentes, más profundas en esta tierra mía que ya comienza a derramar su sangre?

Y los ideales del ambiente intelectual en el que me encuentro, casi por necesidad, porque en el fondo no pertenezco ni quiero pertenecer, me atan con cadenas muy pesadas. Un mal entendido catolicismo, clasista y ciego, que del amor divino no entiende nada más que el contraejemplo. Aún me duele, lo reconozco, el fracaso laboral que siguió a mis estudios. No he sido capaz de levantarme. Lleno mis horas con trabajo y juego para escaparme, todo por huir, por castigarme. Lo que más duele después de una experiencia como esta es no saber para qué sirves, qué quieres, qué puedes hacer bueno y de bien para otros. Y todo se ve distorsionado, y cada error sabe a confirmación. Se tiene miedo a todo, no se quiere intentar nada, ni ofrecer, ni intentar, porque la única conciencia cierta, omnipresente, es el fracaso.

Me queda esa fantasía sin compromiso en la cual me he sumido. No es diferente a la que escribía antes. Pero ahora veo la fantasía de antes y la presente iguales, sin sentido. Y sin sentido lo veo todo.

Poner esto por escrito, en una novela o en esta carta dan lo mismo. No sirve para destinatario alguno. Me quedan las palabras tan sueltas como aquellas que jugaba el fracasado niño emperador de Ende, junto a otros tantos, que golpean el teclado sin decir nada que construya, que ofresca, que comunique. Y viendo así la vida, no puedo enviciar más el presente. Me queda el silencio. Es una pena que en él tampoco me sienta a gusto.